Alguien suele estar de vez en cuando donde no debe.
Sin embargo, las cosas acostumbran a suceder exactamente como deben.
Entonces, ese alguien y las cosas entran en conflicto.
Así, yo, supongo, en demasiados momentos de mi vida.
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Hay dos cosas muy respetables en las que la gente no solemos pensar como debiéramos: la sabiduría de las piedras y el silencio de los maniquís.
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La vida. ¿Cómo reconciliarse con la vida, ya de buena mañana, en el momento de enfrentarse al espejo, aún llenos de legañas (...)? He de admitir, para no cercenar de raíz toda esperanza que, después, (...) pensé que todavía eran posibles los milagros cotidianos, aunque cada vez estén más caros. Como cuando el Tete apareció de pronto en casa, cambiando por completo nuestras vidas. ¿Quién nos iba a decir que un yorkshire-terrier medio enano, que se presentó como por arte de magia un buen día en nuestro jardín a la loca carrera, iba a ejercer durante más de 15 años una sutil pero férrea tiranía, o ya se me dirá cómo llamar si no a una familia entera girando atribulada como una peonza en torno al Tete, el puto Tete, como yo lo llamaba de forma cariñosa, con sus humores y sus caprichos, para acabar yéndose de improviso otro buen día, es decir, un día funesto, sobre todo para los críos, que se llevaron un disgusto tremendo, irse, digo, tan sorprendentemente como había aparecido, a la loca carrera?
En efecto, se marchó el Tete y fue como si Dios se hubiese ido también de nuestras vidas (...).
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Cada cual mueve las piezas en su tablero. Cada cual especula con ese cúmulo de variaciones que, sobre la marcha, irá introduciendo en la partida. Porque lo que resulta cierto es que casi siempre los planteamientos iniciales se transforman. (...) Es como el ángulo de la luz al incidir en el agua: distorsiona los objetos sumergidos. Y ese ángulo, en lo recóndito de las cosas, quizás sea Dios.
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No me conmovía el silencio de los espacios infinitos, como le pasaba a Pascal. (...) Allá cada cual, sí, pero en este mundo en el que todo está tan mal repartido, con tantas personas que apenas cuentan bocado con qué alimentarse, me pregunto si tiene sentido empeñarse en ser oveja.
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El Tete era como Alekhine, el maestro ruso de ajedrez, célebre por sus ataques borrascosos e inesperados. Alekhine recomendaba no dejarse llevar por el aparente bienestar que producen ciertos movimientos lógicos, en el sentido de que no haya que buscar lo que consideramos el mejor y más brillante de tales movimientos, sino simplemente el más adecuado. El Tete, como Alekhine, iba al grano. Yo, por el contrario, (...) casi siempre jugué a provocar la falta de tiempo (en un sentido físico, de ahogo) en mis rivales (...). Las piezas de madera no se quejan (...). Las personas sí. Se cansan y te abandonan. (...) Calculé demasiado justo, y eso fue un error. Quise imponer, nunca compartir. Quise convencer, jamás escuchar. Quise deslumbrar, casi nunca aprender. Calculé demasiado justo. Y perdí. Así Claudia, así todo. (...)
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"O haces algo o me voy", me decía. Y yo no hice nada. Ella quería, necesitaba sentirse amada. O ya ni siquiera eso: simplemente acompañada. Pero no, yo seguía con mi ajedrez. Egoísta. Cobarde. Absorto.
A menudo he pensado en una anécdota (...) que define a la perfección lo que pasó entre nosotros como pareja. A finales del siglo XIX, en la época en que todavía no eran obligatorios los relojes para controlar las partidas, hubo un duelo entre Paulsen y el norteamericano Morphy, que era el niño prodigio del ajedrez de aquellos años. Se cuenta que, antes de efectuar siquiera el primer movimiento de su partida, permanecieron sentados uno frente a otro durante once horas, casi todo el rato mirando las fichas. Allí, a ambos lados del tablero, ellos seguían sin pronunciar palabra alguna, y por supuesto sin realizar el menor movimiento. El público, primero impaciente, luego bromista y divertido, finalmente aburrido, iba y venía. Nadie entendía qué pasaba. Mucha gente optó por irse. Fue al cabo de todo ese tiempo, once horas de reloj, cuando el jovencísimo e impetuoso Paul Morphy, que en aquella ocasión se mostró paciente hasta el heroísmo, levantó la vista hacia su rival, dicen, con una expresión que, pese a ser aún respetuosa, empezaba a resultar ya un tanto burlona. Fue ése el instante en el que Paulsen exclamó:
- Ah, ¿me tocaba mover a mí?
(...) Yo fui Paulsen, y Claudia, Morphy. Evidentemente. Sólo que yo dejé que las partidas de mi vida fueran escapándose una tras otra, sin apelativos.
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(...) quien no comparte, perece (...) quien no da, pierde. Fundamentalmente, se pierde a sí mismo.
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Como en la llamada Defensa Tarrash, en la que se acelera deliberadamente el desarrollo de las piezas propias (incluso la pérdida) para debilitar la estructura de peones centrales del rival, así puedo ir dándome cuenta de que he afrontado los problemas realmente serios que iban apareciendo en mi vida. Y así he decidido. al menos, no caer en la necedad tan pueril como dañina de seguir mintiéndome durante más tiempo. Quizás vine haciendo esto a lo largo de años, porque, en el instante de enfrentarme a los demás, a las personas de carne y hueso, con deseos y miedos como yo, no me atreví a arriesgar. Cuando de todo y de todos haces un contrincante al que incordiar y ante el que no arriesgas, es el fin.
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Mi admirado Alekhine, luego de dedicar toda su vida al ajedrez hasta extremos realmente enfermizos, (...) dijo en su última entrevista publicada poco antes de morir (...) que seguía jugando (...) porque eso era lo único que sabía hacer y le distraía. Indicó: "Fundamentalmente me alivia el dolor de pensar y recordar. " En una conversación con un ajedrecista portugués, también días antes de morir en un hotel de Estoril atragantado por un trozo de bistec y con el tablero a punto de iniciar una partida consigo mismo, Alekhine, con los ojos vidriosos a causa del alcohol, le confesó: "La soledad me está matando. Quiero vivir."
Qué decir que no sea: miedo.
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Si algo tuvo un sentido, lo pierde. Eso es que Dios se ha ido, que ha vuelto a irse, sin avisar siquiera. Entonces se apaga la luz y yo me deshago un poco más en la oscuridad. Me duermo con ambas manos cruzadas a la altura del corazón, sobre el pecho, como los muertos.
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Y de repente, como a menudo he hecho en los momentos verdaderamente críticos de una reñida partida, de esa disputada lid que es la vida, decidí comportarme del único modo en que uno ha de enfrentarse a sí mismo cuando algo se complica: con naturalidad.
tráiler* del libro:
Dios se ha ido
Javier García Sánchez
Ed. Planeta (2004)
*Nota: el orden los fragmentos ha sido alterado
Nota 2: la cita del título es de Joseph Joubert, tal como sale en el citado libro
Dios se ha ido
Javier García Sánchez
Ed. Planeta (2004)
*Nota: el orden los fragmentos ha sido alterado
Nota 2: la cita del título es de Joseph Joubert, tal como sale en el citado libro